“Esas flores pequeñas de mi papá son mis hermanos y en cada uno de ellos veo un rostro de esperanza, veo un grito de indignación frente al mundo, veo en sus acciones la preocupación por otros, veo que les da rabia cuando hay una injusticia. Entonces creo que la desaparición de mi papá lo que hizo fue crear semillas en cada uno, somos muy distintos todos, pero cada uno le mete mucho amor a lo que hace, mi mamá, mis hermanos, todos distintos, pero cada uno le pone pasión a lo que hace, siempre están en función de ayudarles a los otros. Desaparece mi padre, pero todos tenemos esa chispa, heredamos esa solidaridad que se globaliza”. Felipe Marín
Era el 15 de marzo del 2000 en las tierras de Planadas, Tolima, donde “mientras los surcos florecen, mi terruño fértil, se vuelve aroma de cafetal”, como dice su himno. Allí era época de cosecha, fértiles y memorables tiempos en los cuales los frutos maduros eran sinónimo de manos trabajadoras y creativas con la capacidad de desprenderlos de aquellos tallos cargados, primero de flores blancas y después frutos con el rojo del café maduro. Eran las manos de aquellos que grano a grano aprendieron a cultivar y cosechar, “presionar la delgada rama, alimentando el fruto del mañana”, miles de manos viajeras desde los rincones de la Colombia rural, desde montañas y laderas donde se deja ver la vocación cafetera. Este, uno de tantos caminos que conducen de Manizales a Planadas, fue el último destino conocido y quizás recorrido por Mario Marulanda Pérez, quién contratado como de costumbre para trabajar en la cosecha, tuvo que empeñar su anillo de matrimonio, el anillo de su esposa y una cadena de plata de uno de sus hijos, además pedir prestado a una de sus hermanas, para conseguir el pasaje y poder viajar a trabajar. Eran épocas duras para la familia, pues desde la despedida del año viejo no había trabajo, por lo que los servicios de agua, luz y teléfono estaban suspendidos. Ese padre de cinco hijos, pequeños todos, agobiado por la falta de dinero, guardó un poco de ropa en una maleta y al hacer una llamada para confirmar una nueva bonanza cafetera, salió de su casa muy temprano en la mañana y prometió regresar en 15 días para la Semana Santa, además de enviar antes algunos dineros a su esposa para leche, pañales y alimentos. Mario Marulanda Pérez para este entonces tenía 39 años, se había conocido con Luz Fanny Marín cuando tenía 23, vivieron juntos 16 años y tuvieron seis hijos, que se quedaron muy pequeños preguntando eternamente por el destino de su padre. El recuerdo que permanece arraigado a la memoria de Felipe, su hijo mayor, es el último que tiene de él: el momento de la despedida, entre el llanto de su madre y el caminar al lado de su padre, mientras recorrían montañas de cemento en Manizales, para descender hasta el plan en el barrio El Solferino, lugar en el que su padre lo fundió en un abrazo de una vez y para siempre, antes de que su mirada se alejara en un taxi y se perdiera entre esta selva de concreto.
Como tantos recolectores de café, Mario tenía espíritu andariego, era un caminante de trochas y cafetales que recorrió Tolima, Lisboa, La Manuela, Pensilvania, La Guajira y Manizales, en una búsqueda constante de arrancar el fruto de la tierra para el sustento de su familia. En la distancia, el sentimiento de un padre comprometido con la supervivencia de sus pequeños hijos habituó a su esposa al envió de dinero para comprar alimentos, pagar de facturas y el arriendo. Cada 15 días el producto del trabajo realizado era la mejor señal para su esposa de que todo estaba bien, así como el timbre del teléfono entre las 10:00 a.m. y las 11:30 a.m. los domingos para saludar a su familia. Estos eran hábitos que nunca se volvieron a repetir después del 15 de marzo del 2000: el dinero para leche y comida nunca más llegó, el teléfono no timbró a la hora habitual; la Semana Santa transcurrió sin su compañía. Eran señales inequívocas para Fanny y su familia de que la ausencia no era voluntaria y de que algo grave había ocurrido.
Tras la promesa de volver en 15 días, las preguntas empezaron a surgir pronto: “Mami, ¿papito dijo que venía en 15 días?, ¿dónde está papito?; papito dijo que venía en Semana Santa”. Luz Fanny vivía un tormento diario al volver del trabajo y esperar encontrarlo en la sala, en el barrio, en la habitación, en la cocina, en casa de su madre. Mientras lo buscaba con sus ojos, lloraba la condena de la incertidumbre entre silencio y la ausencia que aún no entendía. Se preguntaba entre gritos y sollozos “¿dónde estás?, ¿dónde estás?, ¿por qué me dejaste sola con este reguero de hijos?”. Felipe, desde la última vez que vio a su padre, también se pregunta “¿dónde está?, ¿quiénes lo hicieron?, ¿qué pasó?, ¿por qué mi papá?, ¿en qué forma murió?, ¿fue torturado?, ¿fue asesinado a bala?, ¿fue llevado a otro territorio?, ¿fue colgado?, ¿fue fusilado?, ¿fue enterrado?, ¿fue quemado?”. La tranquilidad no existe desde entonces en la familia Marulanda Marín; dicen que la recobrarán el día en que esclarezcan la verdad, se haga justicia y se los repare por la desaparición del “Mono”. La esperanza del regreso vivió en su esposa durante mucho tiempo. En la memoria de Felipe pervive el recuerdo de la espera esmerada, cuidadosa y amorosa de su madre: sus pantalones perfectamente planchados, sus camisas, medias, pañuelos, correas y zapatos siempre bien arreglados en el armario de la casa. Esos rastros de su ausencia, objetos de la memoria, fueron en varias ocasiones lavados y planchados nuevamente a la espera de quién nunca más regresaría, pues la condena injusta de quién es elegido para trágica sentencia les enseñó que la desaparición forzada es la más cruel tortura, no solo para el desaparecido, sino para su familia que, desde la incertidumbre, la zozobra y el profundo dolor, nunca entenderá esta injusta ausencia.
Se tiene registro de que 46.000 hombres y mujeres colombianos -padres, madres, hijos, esposos, hermanos, familiares- han sido víctimas de desaparición forzada, crimen de Estado y de lesa humanidad, perpetrado por personas o grupos que contaron con la autorización y el apoyo del Estado colombiano y que, como en el caso de Mario Marulanda Pérez, llevan 17 años de negación y ocultamiento de su paradero. Es un crimen que permanece eternamente presente, con un profundo sentimiento de pérdida, dolor, tortura, incertidumbre, soledad y ausencia. ¿Cuántos miles de padres han desaparecido en el país? Todos han dejado huella y viven en la memoria y en la historia de sus familias. Mario Marulanda Pérez fue desaparecido forzadamente por las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, en Planadas, Tolima el 15 de marzo del 2000. Su familia siempre extrañará los diciembres y los días del padre, que nunca volvieron a ser iguales desde la desaparición de Mario; su memoria renace desde el olor de los perfumes que siempre le gustaba usar; renace en la música símbolo de su alegría y carisma; renace en el televisor frente al cual sus hijos se tendían al lado de su padre a ver películas de ficción; renace en los recuerdos de su esposa cuando orgulloso la tomaba de su cintura o de su mano y juntos recorrían las calles del barrio Solferino o salían a bailar; renace en el acto solidario de las remesas de plátanos, frutas y verduras que traía desde los pueblos y cosechas recogidas para su familia y vecinos (las mejores naranjas tangelo, las más grandes y rojitas para sus pequeños hijos); su memoria pervive en el olor del café que fruto a fruto ayudaba a desgranar en cualquier terruño de Colombia.