La nostalgia y las ilusiones del recuerdo se enlazan en las memorias que dibujan la historia de William López Martínez. Él nació el 1 abril de 1962 en Salamina, Caldas. Su infancia transcurrió en una casona de la vereda La Quiebra en compañía de sus padres y hermanos, en medio de los colores de las flores del campo, las manchas del pelaje de los animales, los verdes de las mangas, la ramada y la alegría de los diciembres con el estruendo de la pólvora, el olor a tamales y las novenas. En la Escuela de La Quiebra jugaba en los grandes escalones bombón y mamá marucha (juegos tradicionales en donde se salta en un solo pie entre las casillitas con números y la meta final), mientras el tiempo transcurría lentamente. Tras la muerte de su hermano mayor, Nelson, por problemas en su salud, la familia decidió que William siguiera sus estudios en la cabecera municipal de Salamina. Ingresó al colegio Pío XII, donde fue muy dedicado al estudio y tuvo excelentes notas, tanto que recibió una condecoración el día de la graduación. Con orgullo, su madre viajó a Manizales en busca del más elegante de los trajes para lucirlo en tan importante día. En la juventud compartía con sus amistades el gusto por surunguiar, puntear y acompañar con su guitarra las fiestas ambientadas con música vieja. Desde pequeño le apasionaron los carros, así que después de graduarse decidió empezar una vida en medio de los caminos de las veredas de Curubital y La Quiebra en Salamina, como conductor de un Jeep rojo de servicio público. Trazaba su existir entre las madrugadas, los recorridos de las trochas y caminos. Gracias a su manera de estar en el mundo, las personas lo reconocían como un hombre amable, solidario, alegre y colaborador. William fue un hombre de muchas amistades, con quienes compartía traguitos de alegría, disfrutaba de los festivales en la veredas y los bares del pueblo, el baile, la música vieja, sobre todo de aquella canción llamada “Media Vida”, una tonada a las penas del alma, donde se nombran las quimeras, los recuerdos que no pueden olvidarse, como le pasa a su familia que se niega a olvidar su memoria, sus ojos verdes como pequeñas esmeraldas y sus sonrisas, algo esquivas, que formaban huequitos en las mejillas.
La vida continuaba en la casa de La Quiebra a la que William llevaba el sustento, él era una persona trabajadora, le apasionaba los juegos de mesa y el tejo. En el cajón al lado de su cama guardaba una colección de billetes antiguos con próceres de la independencia, mientras que en una gran repisa posaban pequeñas botellas de licores que también disfrutaba coleccionar. En el azar, la suerte casi cabalística andaba a su favor con los números cuando le apostaba el chance al 528 y al 596, en honor a las placas de sus Jeeps, ahora el plural porque el dinerito de más con los constantes triunfos le permitió pasar del Jeep rojo a uno granate.
Recorrer los caminos de las veredas hizo que William se diera cuenta de la transformación del paisaje, cuando el verde único del campo se comenzó a transfigurar en el del camuflado militar. El viento trajo consigo rumores que anunciaban eventos extraños en las tierras frías de San Félix: la incursión de la guerrilla iniciaba y con ella la muerte, las amenazas y las extorsiones. Los dirigentes políticos encontraron, quizás, la peor de las soluciones, y es así como a finales de 1999 a la casa de la familia López Martínez llegó un grupo de hombres armados que se identificaron como paramilitares al mando del comandante Andrés. Utilizaron el teléfono del puesto de Telecom para realizar una llamada y notificaron de su llegada para combatir a la guerrilla y la delincuencia común. La vida parecía tomar otros rumbos, porque las comunidades ahora estaban siendo habitadas por extraños con armas gigantes, que con mano firme y sin corazón ordenaban sin que nadie pudiese cuestionar. Los vientos soplaban muertes y sueños rotos, pero la sensibilidad de William corroía su miedo: ver el cuerpo de un hombre sobre el pavimento de la carretera fue una imagen indignante y decidió acudir a las autoridades, porque consideraba que ese ser humano merecía ser reconocido. Esta era una acción casi heroica en un instante de la historia en que los muertos no podían ser tocados y en el que miembros de las fuerzas militares, políticos y paramilitares en el norte del departamento de Caldas enlazaron sus fuerzas, desembocando en triadas macabras de poder, muerte, injusticia e impunidad. En el año 2000, William continuaba con su trabajo en el Jeep. Tenía 40 años y con su novia había tejido sueños de casarse. En Salamina el terror y el miedo eran modos del existir cotidiano, ya que los paramilitares transitaban sin problema. En un bar, William estaba compartiendo entre copas con sus amigos; según los testigos, se formó un alegato: un paramilitar había chocado con él y esa se convirtió en su sentencia de muerte porque entre sus palabras, lo amenazó. Pero regreso a su casa y se acostó a dormir sin percatarse de que estaba siendo señalado.
Los pájaros cantaron la madrugada del sábado 30 de julio, mes en que se celebraron las fiestas de la Virgen del Carmen, a la que era devoto, así que ahí estuvo, como todos los años, en la liturgia y el desfile de carros. Salió muy temprano de la casa que lo recibió por primera vez cuando era bebé. Hizo el recorrido y decidió celebrar con un amigo suyo que llegaba de Pereira en la caseta comunal de la Vereda La Palma donde realizaban un festival. Siendo las 3:00 p.m., llegaron al sitio dos paramilitares en una moto. William se encontraba sentado dando la espalda y, sin mediar palabras, le dispararon, después amenazaron a las personas que allí se encontraban indicando que nadie podía socorrerlo. El poder de la muerte irrumpía el cuerpo, destrozaba sus sueños, marcaba el inicio de la ausencia y la soledad. El terror inundó la caseta, su cuerpo yacía desangrándose mientras su hermana en casa presentía que la vida se transformaba. La soledad llegaba a su alma, no había ruido, era un silencio casi aterrador. Los hombres que lo asesinaron dieron un aviso al atravesar su moto a un jeep donde viajaban los hermanos y el sobrino de William después de un partido de futbol y, alzando sus armas, gritaron que habían asesinado a un calvo que viajaba para Curubital. La familia se enteró por una llamada anónima a eso de las 5:00 p.m., pero ya no había nada que hacer, las gotas de su sangre ya no pertenecían a su cuerpo, nadie llegó a auxiliarlo, solo las lágrimas de sus hermanos mientras su madre aguardaba en casa. Su familia fue testigo de cómo lentamente la ausencia y el temor hicieron desaparecer la vereda, que ya no era su territorio. Fueron desplazados y hoy exigen valorar la humanidad y la memoria de William a través de la justicia, la memoria y la reparación integral.