La historia Luis Fernando Ladino es una historia de dolor, que junto a muchas otras se enmarca en expresiones tan comunes en las calles, en los cafés, en las universidades, en los hogares como: “¡Si le pasó lo que le pasó, fue porque algo habrá hecho!”; “el Estado colombiano ha actuado a través de sus fuerzas armadas defendiendo al pueblo de la amenaza terrorista!”; “¡los paramilitares son una respuesta justificada al terrorismo!” Esta es una historia que, aunque siempre oculta e invisible, es la real consecuencia de la violencia fratricida que ha padecido nuestro pueblo colombiano. Luis Fernando fue un campesino pobre de patrimonio, pero inmensamente afortunado por gozar de lo único que es digno de poseer y conservar: tuvo la feliz casualidad de hallar a una mujer que amó la plenitud de su humanidad, incluso aún después de haber sido arrebatado de sus brazos y de los de la familia que apenas edificaba, cuando ya era padre de una niña y una bebé recién nacida. Ella, su esposa, ahora ama el claro y noble recuerdo de aquello de lo que la criminalidad estatal y paraestatal le ha privado, pero que ahora sigue existiendo como huella de un daño sin responsables. Para ella, Luis Fernando no solo era un hombre “bien presentado”, él llegó a ser la forma más satisfactoria de rendirle culto a sus sentidos: verlo trabajar, contemplar su tímida mirada, regocijarse con la constancia e incondicionalidad de su compromiso, la asiduidad de su compañía, sus sueños, su amor, resultaron siendo causa y fin del más humano placer, del más puro amor.
Esta historia no alcanzó a sufrir las amarguras que le son naturales a las historias de amor; la juventud de esa historia sólo logró ser la realización de aquella ilusión transitoria que llamamos felicidad plena. El día 24 de noviembre del 2001, el ejército paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, incursionó en el resguardo indígena de Cañamomo Lomaprieta, en zona de Riosucio, precisamente en la comunidad de La Rueda. Su justificación, aunque no el motivo real, fue la de la localización y exterminio de la insurgencia y de sus aliados. Aquí la vida fue cruel y la casualidad fatal.
Aquel desdichado día Luis Fernando cayó en manos de los paramilitares, que lo interceptaron camino a la parte alta de la comunidad, le preguntaron su nombre y, sin mediar más palabras, lo asesinaron dejando su cuerpo en el suelo. Esos individuos, tal vez como meros instrumentos vivos, sirvieron a los más aberrantes y egoístas intereses, a los más pérfidos deseos de aquellos que, históricamente, antagonizaron con los Embera Chamí, habitantes históricos del resguardo, principalmente buscando la posesión y dominio de sus tierras. No es trivial señalar que el territorio indígena de Riosucio y Supía han sido objeto de conflicto debido a la inmensidad de sus riquezas en recursos naturales, particularmente minerales. ¡Pero que quede claro!, Luis Fernando era sólo un campesino, un habitante del resguardo indígena de Cañamomo y Lomaprieta, un esposo, un padre de familia, pero no un político; en definitiva, él no era: “Ni agua, ni pescado”, como lo expresa su esposa. La tragedia de Luis Fernando y de su joven familia, se enmarca en una malaventura que en su contexto fue colectiva. No sólo significó la cesación de una vida, también implicó la impresión de una dolorosa marca indeleble para las personas de la familia que con afable ilusión intentó formar. De Luis Fernando, físicamente, no quedan más que un par de fotos; no obstante, su existencia es ahora memoria, y existe como dolor que exige verdad y justicia. Su familia ha acudido a las instituciones del Estado en busca de reivindicación del daño padecido, pero hasta el día de hoy no hay verdad y, en consecuencia, no hay justicia. Si la expuesta ausencia de Luis Fernando no es ausencia suya señor lector; si el dolor de la familia de él no es su dolor señor lector; si esta historia no puede ser suya señor lector; entonces díganos, ¿para usted qué es ser colombiano?