Una historia que brota del campo en raíces de amor y dolor

Fausto Andrés Romero Becerra

Fausto Romero

POR: Laura Montoya


El 10 de abril de 1986, en una finca de la vereda Carmelo Alto en Anserma, Caldas, nació Fausto Andrés Romero Becerra. Era un chiquillo gordito y bastante alentado, el único varón de su familia y el menor de sus hermanos. Esa finca, “La linda y el piano”, fue testigo de sus juegos con la pelota, su uniforme rojo y su curiosa cabellera rizada y rubia, que debía ser peinada con cuidado por su madre. Su infancia florecía y con ello su etapa escolar en la Escuela Normal de Anserma; las caminatas, las madrugadas bajo la lluvia y los pequeños ayunos, hacían parte del trayecto para llegar a la escuela y más tarde al colegio, mientras deseaba las lentejas de su madre, las arepas de cayana y el chocolate. Aunque su desempeño fuese regular, continuó sus estudios llegando al día de su graduación en el Colegio de Occidente. Su adolescencia fue una etapa que conjugó las visitas al pueblo, las amistades y la conquista de jovencitas que se encantaban con su rostro serio, sus actitudes de caballero, su cabello corto, el café de sus ojos y sus pestañas crespas.

Al salir del colegio se convirtió en un hombre bastante fuerte, cuya corporalidad se había adaptado al campo, al cuidado de los frutos y al trabajo exigente. Sus manos heredaron el talento de su padre para recolectar café, amolar el machete, cuidar la tierra y los animales. Era un muchacho trabajador y responsable, de carácter fuerte, pero incapaz de negar una sonrisa, que disfrutaba sentir el viento en el rostro mientras se divisa el ocaso sobre el verde de la montaña. En las fincas de la vereda lo reconocían y querían por su amabilidad, el respeto por otros, el cariño a su familia y su apuesto rostro. Su familia, de tradición campesina, le había inculcado sus saberes y las muestras de cariño lo unían con su madre, con quien tejió un vínculo particular a través de los juegos en el patio, las confesiones de sus amores de juventud y los dulces de los sábados que Fausto le llevaba mientras disfrutaban de un vaso de leche y del paisaje del campo.


En el territorio donde estaban sus raíces, acontecían sucesos que arrebataban la tranquilidad. La vereda Carmelo Alto era un corredor montañoso por donde transitaban los grupos guerrilleros del EPL y ELN, a través de Las Partidas, un lugar que conectaba Anserma, Caldas, con Quinchía y Risaralda. Al principio, la presencia de los grupos guerrilleros se apartaba de la población civil, pero la vida cambió su curso desde que en 1996, las bases militares incursionaron en la vereda con el poderío de sus armas y de sus palabras, que tildaban a los campesinos de guerrilleros y utilizaban la más burda de las excusas para recortar sus botas de caucho, pues eran tomadas como una representación del grupo insurgente, como si en el campo las botas no fueran una herramienta de trabajo, una protección de los pies de quienes arraigan sus pasos y sus manos en la fortaleza de la tierra.

Aunque su desempeño fuese regular, Fausto Andrés se graduó del Colegio de Occidente. En la foto, su ceremonia de grado, acompañado de su madre y su primo. Fausto tenía 19 años cuando fue asesinado.

Recuerdos de Fausto Romero

En el año 2004, la política de la Seguridad Democrática, basada en la aniquilación del enemigo interno, exigía a las fuerzas militares hechos concretos, aunque estos fueran simulaciones de la barbarie; un teatro del miedo en el que la muerte ocupaba el papel principal. En el Carmelo Alto, el poderío de las fuerzas militares frente a los campesinos se ejercía a través de detenciones que estigmatizaban la vida; hasta Fausto fue señalado como colaborador de la guerrilla por portar un celular que le había obsequiado su novia. Se construyeron versiones falsas sobre las personas de la vereda, que fue justo lo que pasó con Fausto: tras un malentendido, alguien con ánimos de venganza -y el conocimiento de las ansias de los militares por logros concretos-, decidió avisar con palabras calumniosas a la tropa del Batallón Ayacucho, que el padre de Fausto era un comandante guerrillero y que en su casa se escondía armamento. No necesitaron pruebas o testigos, nuevamente era fácil detener al oprimido. De eso fue testigo la noche de aquel sábado 4 de marzo del 2006. El padre de Fausto y un amigo suyo fueron detenidos por miembros del Ejército. En la detención el clima era hostil, de malos tratos. Además de soportar un extenso interrogatorio, en la madrugada fueron entregados a la Policía. Los miembros del cuartel conocían a las personas de la vereda y le aconsejaron al padre de Fausto y a su amigo denunciar su caso ante la Personería. Era la posibilidad de reivindicar sus derechos, su buen nombre y el de los demás pobladores de la vereda, quienes víctimas de los atropellos permanecían en el silencio promovido por el orden que infunden las estrellas del uniforme.

Así lo hicieron el martes 7 de marzo, cuando denunciaron el caso ante la Personería de Anserma, Caldas, pero quizás su versión no fue importante para quien escuchó los sucesos, pues no escribió una sola palabra y, en cambio, les solicitó que esperaran hasta el sábado para enviar la notificación a Manizales. Pero el sábado no llegó, pues el diluvio se aproximaba, y la noche de aquel martes gemía bajo las gotas de la lluvia que mojaban la tierra del patio de la casa. Era una noche misteriosa, todo parecían señales de lo que se avecinaba, eran las 9:30 p.m. cuando se oyeron las voces de un grupo de hombres, supuestos guerrilleros que suplicaban a Fausto y sus padres que abrieran la puerta porque tenían un compañero herido. En las noches la puerta no se abría, y la familia permanecía en silencio con el peor de los presentimientos, cuando sus oídos escucharon la voz de mando y de las estrellas en el uniforme, que exigía a gritos “en nombre del Ejército Nacional”, abrir la puerta.

Su casa, en la Vereda El Carmelo Alto, Anserma aún conserva el patio donde vivió sus juegos de infancia. La noche del 7 de marzo de 2006, fue obligado junto a su padre a salir al patio, lugar donde fue asesinado.



Pero la puerta no se abría porque el miedo recorría la carne, enfriaba los huesos y arrebataba los sueños, hasta que finalmente los hombres entraron rompiendo la puerta, como animales enfurecidos que destilaban azufre en un penetrante olor que causaba más temor que sus voces reclamando el supuesto armamento. Sus rostros estaban cubiertos porque sabían la barbarie que cometían. Pero no importaban las vidas, sólo los hechos, las muertes y las cifras. Fausto para ese día tenía 19 años, su brazo se encontraba un poco lastimado porque había cargado mucho plátano y en esa misma semana había hecho un pacto de trabajo con su padre para repartir las ganancias de la finca. Pero todo eso se borró cuando los miembros del Batallón Ayacucho del Ejército los sacaron a ambos al patio de la casa bajo la inclemente noche que cerraba los ojos de sus luceros para no presenciar la muerte. Las preguntas los asediaron, las mismas de aquel interrogatorio, mientras en la casa revolcaban todo buscando el botín. Dos fueron los disparos que se escucharon esa noche: uno irrumpió en el cuerpo de Fausto, entró por su frente a una distancia tan corta que su cuerpo se desplomó de inmediato en aquel patio donde de niño jugaba con su madre, mientras su padre yacía agonizante a su lado.

Al día siguiente, por la Emisora Cultural de Anserma, toda la población conoció una nueva versión que moldeaba lo ocurrido desde las infamias de los militares: con sus palabras simularon un supuesto combate entre el Ejército, la Policía y la guerrilla, combate en el que dos fueron los disparos y en el que los encapuchados preguntaron en la vereda por el domicilio exacto de la familia Romero Becerra. Después de la noche del misterio, tuvieron que desplazarse forzadamente porque las amenazas continuaron. En el trasegar de sus caminos, con el recuerdo de su hijo, han visitado diferentes lugares del país, pero los llama nuevamente el campo a sus raíces, aunque el futuro en el horizonte de la montaña se proyecta incierto por la criminalidad estatal que los ha convertido en errantes.

William Lopez