Son experiencias que la vida teje alrededor de un existir, los recuerdos más preciados que habitan en el corazón, como la imagen de Jhon Fredy Montes Escobar. Él nació en medio del verano de junio del año de 1975. En la madrugada del martes 14, las montañas de la vereda La Cuchilla, entre los municipios de Marmato y Supía, Caldas, vieron llegar al pequeño Jhon Fredy, que creció entre travesuras, el fútbol, las trepadas en los árboles y las sensaciones del pelaje de los animales en sus manos. Aquellas manos que siempre tuvo dispuestas para acompañar a sus hermanos y a su madre, para quienes estuvo con el amor de sus bromas, sus bailes y cantos, disfrutando la vida y soñando que la casita de cartón cambiaría sus tejas, para que sus sueños estuvieran protegidos. Sus estudios culminaron en el grado noveno, porque la responsabilidad en el sustento del hogar debía compartirse con su madre, por quien profesaba una profunda ternura. Ella fue testigo de la alegría de su hijo y ella sabía que su muchacho “la recordaba y siempre la tenía presente”. Poco a poco se forjó como un trabajador del campo. A sus 16 años, su cuerpo ya se había tornado fuerte y musculoso, además era bastante grande y atractivo con esa sonrisa pícara que siempre lo caracterizó. Su belleza lo hizo ser galante con las mujeres, por esta razón diversos episodios de amor atravesaron su vida. En la vereda las personas lo reconocían por su amabilidad, su disposición y gentileza para colaborar sin mirar el rostro o la condición de quien lo necesitara, siendo capaz de tejer amistades, de hacerse como un excelente trabajador, un joven responsable quien no escatimaba en tejer sus sueños en sincronía con sus hermanas, porque él nunca miró para sí solo, siempre reconoció que su vida valía la pena al lado de otros.
En los festivales de las veredas ganaba premios en los concursos de baile y demostraba su agilidad al subir a las varas de premio - inmensas guaduas bañadas en aceite que tienen en su punta una majestuosa recompensa-. Sus oídos se deleitaban al escuchar “Los caminos de la vida”, un himno a su perseverancia, a la importancia de sus sueños y al haberse convertido en aquel hombre que entregaba el bienestar a su hogar. “El provinciano” y “El preso”, eran otras canciones que disfrutaba en las noches, cuando el cielo de las montañas se adornaba de estrellas y las tiendas en las veredas celebraban; siempre al matar las gallinas dejaba claro que el caballete ya lo tenía reservado, junto con la mazamorra y la morcilla.
Pero la vida empezó a transformarse y a desvanecerse en el tiempo, porque por los caminos de la vereda lentamente avanzaban, desde Supía y Caramanta, Antioquia, grupos paramilitares que incursionaron en La Cuchilla, dando órdenes legitimadas por la fuerza, de manera que nadie podía cuestionarles. Ahora los caminos les pertenecían a esos grupos, que bajo las formas más crueles imponían su ley obligando a los pájaros y a las madres a escuchar los gritos por las torturas que infligían sobre humanidades inocentes. Así, la vida y el destino debían seguir el cauce. Jhon Fredy con 21 años, continuaba trabajando en las fincas y repartiendo sus sonrisas, pero ahora existía un motivo más en su existir: un pequeño crecía en el vientre de su novia, una mujer de Medellín. Decidió que sus hermanos debían estudiar en Caramanta, así que allí vivía su madre, aunque los trayectos hacia La Cuchilla eran permanentes. Llegó diciembre de 1996, faltaba apenas un mes para que su hijo naciera y conociera junto a su padre las montañas y las cúspides. El domingo 22 la familia Montes Escobar se preparaba porque al día siguiente Carolina, la primera nieta, tendría su bautizo: una celebración a la que el tío nunca llegó. Jhon Fredy viajó hasta Caramanta con unos amigos para jugar un partido de fútbol, mientras el destino empezaba a trazar su sentencia: los caminos de su vida no eran como él lo pensaba. Todo parecía normal, no había porque prevenir el alma. Terminó el partido y llegó hasta el jeep que conducía su cuñado, quien lo acompañaría en el viaje de regreso a casa. Al sentarse en el vehículo, alguien le pidió el favor de bajarse y acompañarlo a algún sitio, a lo cual el accedió. Jhon Fredy no ha regresado. Los años y los brazos de su madre aún lo esperan.
Su madre ha perdido un trozo del alma y así, sintiéndose incompleta, tuvo que escuchar y mirar a los ojos a aquellos paramilitares que llegaron hasta su hogar para indicarle que lo que le sucedió a su hijo había sido un error, que su rostro había sido confundido con el de otro fulano, pero que no tuvieron el coraje para admitir lo que le habían hecho. Ella, entre sollozos, les suplicó “díganme qué hicieron con él, entréguemelo, entréguemelo así sea en pedacitos, que yo junto esos pedacitos… pero que yo sepa que es mi hijo”. La familia buscó a Jhon Fredy por diversos municipios de Antioquia con la esperanza de encontrarlo vivo, pero años después el testimonio de un paramilitar dentro de la Ley de Justicia y Paz reveló el secreto. Al aparecer lo montaron en una camioneta, lo hicieron víctima de sus torturas, para después arrojar su cuerpo al río Cauca, donde sus aguas acarician su dignidad y atan a este mundo su recuerdo. El hijo de Jhon Fredy nació el 1 de enero de 1997; hoy aún espera a su padre para presentarle a su nieto. Su familia exige la verdad y la reparación integral porque las preguntas no han sido resueltas y mucho menos los cambios que tuvieron que afrontar en los sueños que habían forjado.